Me siento incluso mal por pensarlo, pero 2020 ha sido un año increíble. Intento buscar otro año con qué comprarlo, otro periodo en el que me sintiera tan feliz, tan yo misma y tan tranquila, pero no lo consigo.
Enero
Este ha sido el año de los cambios: a principios de año decidían no renovarme en la agencia donde trabajaba, dejándome una sensación agridulce: no quería seguir, pero tampoco quería irme. En aquel momento estaba a la espera de la resolución de las universidades suecas a mi petición para estudiar Sustainability Management, una decisión que para entonces ya había empezado a tambalearse. Preferí convencerme de que mi nueva situación laboral era una especie de señal, de que debía irme de Barcelona porque ya no me quedaba mucho donde rascar en esta ciudad, y de que era el momento para hacerlo.
Febrero
Mientras esperaba la resolución, encontré un trabajo que mentalmente etiqueté como “temporal, de impás”, algo que no me convencía, pero que era mejor que quedarme tendida en el sofá leyendo. Empecé a salir con mi mejor amigo, uno de los creativos de mi antigua agencia, y me di cuenta de la familia que había reunido en Barcelona: antiguos compañeros de trabajo que se habían convertido en amigos y de los que no quería separarme.
Sin saber todo lo que vendría en pocos días, disfrutamos de un invierno soleado con barbacoas en las terrazas de Gràcia, mediodías al sol en el patio de la oficina y reuniones de amigos en cualquier restaurante de la ciudad.
Marzo
Me mudé a la capital de nuevo: llené el viejo Corsa de mis padres y recorrí los 30 km que separan Barcelona de mi ciudad cargada hasta arriba de libros, toallas, jerséis y cajas de zapatos. Ni siquiera veía por el retrovisor de lo lleno que llevaba el coche, pero ya sentía los niveles de libertad aumentando a cada segundo.
Aunque duró poco: nos confinaron al cabo de 10 días. Me encontré encerrada en un gélido piso en El Putxet con una vieja cocina revestida de azulejos, armarios con puertas precarias y sin horno, conviviendo con una antigua compañera de universidad a la que no había visto en 5 años. Pasábamos el día trabajando y los ratos muertos contando los 14 gatos de nuestra vecina.
Abril
Hasta que una tarde de viernes, a principios de abril, empaqueté parte de mis cosas, las cargué en el coche de Joan y me fui. Atravesé Barcelona andando, completamente sola. Bajé desde la parte alta intentando esquivar los grandes espacios abiertos, pero al cruzar la Avenida Diagonal me quedé boquiabierta: no había nadie más hasta donde me alcanzaba la vista. Parecía que se hubiera detenido el tiempo y me sentía como si estuviera huyendo de algo. No respiré tranquila hasta que llegué a mi destino.
En casa de Joan, por la noche, nos sentábamos en el pequeño balcón orientado a norte, con vistas al cruce de calle Mallorca con Aribau y observábamos el silencio. Nos sentíamos personajes inventados en la cabeza de Manuel de Pedrolo, sus protagonistas de un tercer origen del que nunca escribirá el mecanoscrito.
Mayo
En ese piso compartido, convertido en un refugio para dos durante la pandemia, cocinamos a ratos, retamos la lectura, bebimos todos los vinos blancos del supermercado más cercano, nos quedamos dormidos en el sofá, celebramos mi cumpleaños y vimos películas por segunda vez. Y, aunque pudimos empezar a salir, desarrollamos el síndrome de la cabaña con todas nuestras fuerzas y casi sin darnos cuenta.
Aun así, salí a correr por Montjuïc como en los viejos tiempos y pude, finalmente, volver a ver el mar. Incluso nos bañamos a pesar de la temperatura del agua y bajo la atenta mirada de la policía local.
Junio
Parecía que la vida iba volviendo poco a poco a la normalidad y pudimos disfrutar de la sombra de los jardines de Gràcia y de algún fin de semana en la playa. Por las mañanas, con los gimnasios todavía cerrados, salía a andar hasta la zona alta, buscando buganvilias por encima de todas las verjas. Y por fin, después de varias semanas de retraso, pudimos disfrutar de mi regalo de cumpleaños y nos alojamos unos días en Les Hamaques, en el Alt Empordà. Cenamos en la Escala, nos bañamos en Pals y paseamos por Sant Martí d’Empúries. Era como si la pandemia jamás hubiese ocurrido.
Julio
En esa ventana de libertad momentánea que vivimos, nos fuimos al Delta a ver flamencos rosas, a comer arroz y a tostarnos al sol en todas y cada una de las calas que todavía no conocíamos. Recogimos montones de basura arrastrados por el temporal Gloria de finales de enero, y otros tantos lanzados por el hombre. Nos picaron todos los mosquitos volviendo al anochecer del faro de la Punta del Fangar y nos bañamos desnudos en el Mediterráneo. Era la primera vez que era tan feliz en esa parte del mundo.
Agosto
A la vuelta, Barcelona estaba casi desierta. Empezamos nuestra mudanza a la Font de la Guatlla, al pequeño piso en la finca centenaria de mi familia, después de pasar horas dibujando planos, buscando muebles, recopilando ideas en Pinterest. Compramos un sofña que tardaría en llegar 60 días más de lo previsto y nos acoplamos en casa de cualquiera que nos dejase el suyo un ratito. Visitamos el lago de Banyoles para comprar antigüedades en la Fira del Cop d’Ull e intentamos sobrevivir al calor a base de iced matcha latte y litros de salmorejo.
Septiembre
Agobiados por el desorden de nuestro piso, nos refugiamos en el Maresme para leer bajo los pinos, ver el mar desde la cama y tomar el sol con los pies en remojo. Lo único que nos hacía volver a Barcelona era el café del Magnífico que preparaba Joan cada mañana en nuestra nueva DeLonghi. Los fines de semana en la ciudad aprovechamos para desayunar croissants rellenos de mascarpone y mermelada de frambuesa en el patio de la Casa Vicens y visitar la terraza de la Fundació Miró, en Montjuïc.
Octubre
A mediados de mes volví a trabajar presencialmente tras 7 meses de teletrabajo. Aunque al inicio me aterraba la idea (no quería abandonar mi zona de confort, quería seguir trabajando desde casa con mis Birkenstock, mis calcetines de lana y mis plantas), luego resultó tener un impacto muy positivo en mi estado de ánimo. Obligarme a seguir un horario, salir de casa todos los días, andar sola por la ciudad y airearme me ayudó a estar más concentrada, más optimista y con más energía.
Aprovechando el buen tiempo le enseñé a Joan el camino de ronda de Palamós que había descubierto el año anterior, a finales del 2019. Fotografiamos la colorida Cala de S’Alguer, comimos en lo alto de un mirador y tomamos café con los pies en el agua de Cala Estreta.
Noviembre
El piso empezó a tener la forma definitiva: los libros estaban en su sitio, habíamos colgado algunos cuadros y había llegado (¡finalmente!) el sofá. Volví a cocinar algunas de mis recetas favoritas, como el pastel de berenjena de Ottolenghi, la quiche de boniato o la suculenta sopa de cebolla francesa (esta última, en bucle hasta aburrirla). Visitamos la exposición del World Press Photo en el CCCB, ojeamos todos los libros de la librería Laie y descubrimos Lata Peinada, un espacio dedicado a la literatura latinoamericana.
Diciembre
No fue hasta que empezó diciembre que me di cuenta de lo bueno que había sido este año conmigo. Celebramos el buen humor en Baldomero, que había abierto sus puertas de nuevo tras la pandemia. Descubrí por casualidad del Fàbrica Lehmann, y volvimos cuando celebraron el mercadillo de Navidad para buscar regalos de amigo invisible. Despedí el otoño con mucha pena, haciendo millones de fotos a las hojas caídas, y feliz por haber leído 11 libros en un año (para algunos será una cantidad irrisoria, para mí es un éxito). Y nos fuimos de nuevo cerca del mar, casi solos, para despedir el 2020 al lado de la chimenea y con mucha paz.
Qué buen año, ¿no?
Aina,