Marzo ha sido el mes de la desaceleración, de cerrar etapas, de encontrar el tiempo. El tiempo para dormir nueve horas diarias, para leer en el balcón aprovechando las horas de luz, para cocinar cada mediodía como si fuese domingo. Parece que toda la intensidad de febrero, su caos y su frenesí, se han desvanecido. Poder estar en casa, aunque no haya sido mi decisión, me está dando el espacio necesario para pensar, reflexionar y tomar distancia de toda mi ansiedad y estrés. El espacio para relativizar y poner el marcador a cero para poder volver a empezar.
La importancia de aprender a no hacer nada
Jamás he sido de retozar en la cama. Durante muchos años, cuando sonaba el despertador, saltaba como propulsada por un muelle y me ponía en funcionamiento, sin quejarme ni compadecerme. Era lo que creía que debía hacer y ni siquiera lo cuestionaba, con mi terquedad y convencimiento de acero. Pero ahora me permito alargar el momento hasta que el cuerpo me pide una taza de té y las legañas me molestan al parpadear.
Suelo desayunar sin prisa, quizás leyendo o repasando la prensa digital, mientras organizo el día. Puede que haga recados, que aproveche para resolver trámites pendientes o que trabaje en alguno de mis proyectos personales. Convertir en camisa ese vestido que nunca me pongo, leer todos mis libros de marzo, cocinar mi enésima versión de curry o perfeccionar mi receta de carbonara vegana.
O puede que no haga absolutamente nada.
Jamás lo había hecho, porque estar en el sofá sin ser productiva me provocaba un sentimiento de culpa y una inquietud que no me permitían relajarme. Pero este marzo me está enseñando la importancia de encontrar el tiempo para hacer nada y sentirme bien por ello.
El tiempo y la paz mental que necesitaba
Cuando trabajas cinco días a la semana, mantienes activas tus relaciones sociales y también inviertes tiempo en tus hobbies, la vida puede parecerte una locura. Y eso me pasaba a mí, incluso en época de pandemia y confinamiento. Constantemente pensaba en el tiempo, en la falta de este, y me quejaba por dentro, desesperada por no tenerlo. ¡Ay todas las cosas que podría hacer!, me decía.
Pero ahora, con todo el tiempo en mis manos, he tenido la oportunidad de gestionarlo enteramente a mi antojo. Y, a pesar de estar aprendiendo a no hacer nada, también he visto lo muy proactiva, curiosa e implicada que soy con aquellas causas y proyectos que me importan. Esta experiencia ha reforzado mi intención de tomar decisiones cada vez más conscientes y de coger el timón y decidir con mis actos el rumbo de mi vida y, por consiguiente, el del mundo que me rodea.
He visitado a Olga y a Àlex de Yes Future Supermarket a media mañana, para rellenar mis botes de jabón; me he acercado a la Ciutat Invisible para comprar el libro de Patrick Radden Keefe sobre el conflicto de Irlanda del Norte, que será mi primera lectura conjunta con un grupo de chicas que no conozco (adiós zona de confort); he estado por primera vez en El Gibrell, donde encontré la esponja biodegradable definitiva para fregar los platos; he comprado el 100% de mis vegetales sin plásticos, con mi cesto de mimbre, ansiosa por la llegada del buen tiempo.
Sé que esta situación es temporal (debería serlo), que en algún momento volveré a mi rutina laboral, con mis horarios, mis piscinas, los trayectos en bicicleta, los tuppers y los fines de semana como única ventana para la tranquilidad. Pero espero estar sentando las bases para un estilo de vida más tranquilo, más consciente y más sostenible.
Retomando la vida social y el buen comer
En paralelo a este viaje personal, a esta introspección que está teniendo lugar en mi cabeza, vamos retomando nuestra (mi) vida social. Quedar con los amigos, comer con la familia, invitar a una amiga a merendar en casa una tarde entre semana. Son pequeños placeres que la pasada primavera no pudimos permitirnos y que siento que ahora tengo más ganas de disfrutar que nunca.
Por ello insistí en celebrar el cumpleaños de mi padre todos juntos, en Les Filles, compartiendo labneh y un poco de coliflor asada con limón. No perdonamos la calçotada familiar en Can Travi Nou, donde nos pusimos hasta arriba de crema catalana. Dedicamos un domingo a pasear por Sarrià y comimos en Bocconi despidiendo el sol de invierno, devorando una deliciosa burrata ahumada y relamiendo el plato de tiramisú. Y nos reencontramos con algunos amigos en el Clot, en un local escondido al que seguro volveremos.
En casa preparé un cheesecake japonés fallido para Clàudia, que se hundió antes de que ella llegara para merendar juntas. Por suerte, la buena conversación y el té matcha que trajo salvaron la tarde. También me animé a preparar mi propio labneh, que comimos con Joan con un poco de falafel casero. Y mi primer challah, que necesita mejorar.
Experimenté de nuevo con la repostería vegana con unas magdalenas de plátano deliciosas de Simple Veganista y repetimos por enésima vez los involtini de melanzane de Green Kitchen Stories, bien llenos de Ricotta y de espinacas, cubiertos con toneladas de parmesano. Hemos comido como reyes este mes de marzo, por qué negarlo.
Además aprovechamos el tiempo libre para acercarnos al CaixaForum y ver la exposición sobre artistas americanos, para ver la serie documental de Nevenka en Netflix, y para leer finalmente a Irene Solà y a David Sedaris.
Abril se presenta algo más movido, más productivo. Antiguos proyectos, nuevos trabajos, más libros y un montón de entusiasmo por hacer sin para y mejorar. Y, al pensarlo, no puedo dejar de pensar “qué bien, qué bien haber estado tan mal, si ha servido para algo”.
Aina,